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¿𝗖𝗼́𝗺𝗼 𝗺𝗲 𝗲𝗺𝗽𝗲𝘇𝗼́ 𝗮 𝗴𝘂𝘀𝘁𝗮𝗿 𝗲𝗹 𝗺𝗮𝗿?

No recuerdo exactamente cuando me empezó a gustar el mar. Tal vez sea esos primeros acercamientos en las playas de Huacho cuando pequeñito, caminando apenas, mamá me llevaba de paseo por las tardes del verano que vivimos en esa zona al norte de Lima.

No recuerdo exactamente cuando me encariñé con las aguas saladas y en qué momento empecé a sentir esa conexión tan viva con el océano -tan cercano a nuestra Lima gris- pese a su frialdad propia de las aguas del Pacífico.

Pero sí recuerdo el momento en qué empecé a sentirme seguro entre las olas, pese al gran respeto que le profeso desde siempre al inquieto mar. Y recuerdo la figura de quién -como jugando- me hizo sentir que no debía temerle al mar.

𝗠𝗶 𝗽𝗮𝗽𝗮́. Era él. Siempre fue él. Él no sabía nadar, o al menos nada me daba indicios de que supiera moverse entre las aguas con la misma facilidad con la que lo hacía en tierra firme, pero eso no impidió que entre su aura paternal me sintiera vivo y protegido a la vez que revolcado con mucha diversión por las olas de un mar que de pacífico solo tiene el nombre.

No recuerdo que edad tenía, pero sí que era la década del 80, tal vez a la mitad de esos diez primeros años. Por la cercanía, los tres íbamos a veranear siempre a La Punta, ese malecón hermoso ubicado en el Callao, más específicamente en Cantolao. Para mí, las playas siempre fueron de piedras, para mí siempre había que entrar al agua con zapatillas de tela para que las roquitas no hicieran mella en los pies.

Y ahí en medio de las piedras y el agua revoltosa, estaba él. Estaba papá, grande, corpulento, cogiéndome de las muñecas y al grito de “𝙎𝙪𝙥𝙚𝙧𝙢𝙖𝙣 𝙮 𝙨𝙪𝙨 𝙖𝙢𝙞𝙜𝙤𝙤𝙤𝙤𝙤𝙨” y un “¡¡𝙩𝙖𝙧𝙖́𝙖𝙖𝙣!!” melódico, me levantaba por encima del espacio donde la ola reventaba para luego bajarme discretamente hasta que mi cabeza se perdiera por microsegundos debajo de lo que quedaba del agua y volver a salir emocionado porque ya había “nadado”. Y así, una y otra vez… incansable, potente, hasta que mamá entraba y yo me pegaba a ella para seguir jugando enseñándole animado lo que había logrado gracias a él.

Creo que ahí fue. Así siempre fue. Él me enseñó a querer y respetar el mar, aún sin conocerlo en demasía, aún sin dominarlo. Según yo, ya nadaba porque él me enseñó y eso era suficiente para -años después- meterme como los grandes un poco más adentro junto a los amigos.

Así fue. Siempre fue él. Siempre fuiste tú pa. Y siempre… siempre te voy a agradecer por eso porque siempre estuviste ahí, solo bastaba cambiar el mar por cualquier escenario que tocaba enfrentar y aunque ya no me cargabas de las muñecas, tu sola presencia y la palabra certera era lo que necesitaba… siempre fue el “𝙎𝙪𝙥𝙚𝙧𝙢𝙖𝙣 𝙮 𝙨𝙪𝙨 𝙖𝙢𝙞𝙜𝙤𝙤𝙤𝙤𝙤𝙨” para cualquier cosa que se venía… siempre. Por eso siempre te voy a extrañar.